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Ilustración: Elisa Arguilé (libro: "Mi familia")

29.6.07

Texto Común


Casa tomada

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los secretos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé porqué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pull-over está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor de preguntar a Irene qué pensaba a hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esta parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica , y la puerta central daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente del pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y al baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso se lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y en los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui hasta el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o da biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han Tomado la parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resulta molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadrito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba enseguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene se los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiado ruido de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos ahí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alto voz, me desvelaba en seguida).
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí el ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y en el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte, pero siempre sordos a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta el cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
Julio Cortázar
PRINCIPIOS DE CASA TOMADA:

Julio Cortazar llevó el manuscrito de Casa Tomada a Jorge Luis Borges, quién lo publicó en la revista que dirigía, Los Anales de Buenos Aires, con ilustraciones de su hermana Norah, en 1946.
Cortazar se describió el cuento del siguiente modo:
"Ese cuento es la
escritura exacta de una pesadilla que tuve. Soñé el cuento con la diferencia de que no había allí esa pareja de hermanos; yo estaba solo, la típica pesadilla donde usted empieza a tener miedo de algo innombrable, que nunca llega a saber lo que es porque el temor es tan grande que se despierta antes de la revelación. En ese caso se trataba de unos ruidos confusos que me obligaban a mí a tirarme contra las puertas, a cerrarlas y a ir retrocediendo mientras los ruidos seguían avanzando y algo tomaba la casa. Es curioso cómo lo recuerdo: era pleno verano en mi casa de Villa del Parque, en Buenos Aires; me desperté bañado de sudor, desesperado ya, frente a esa cosa abominable, y me fui directamente a la máquina y en tres horas el cuento estuvo escrito. Es el paso directo del sueño a la escritura".
"Casa tomada" se publicó por Editorial Sudamericana en 1951 y forma parte del volumen de "Bestiario".

Puentes

entrepuentepregunte para lectura de Casa Tomada.

  • Hay algo que ud. no sabe sobre los personajes de Casa Tomada y es que Ellos lo conocen. Lo conocen por el modo en que guarda sus estampillas o por el modo que tiene de apoyar la cabeza en la almohada. Lo conocen porque cuando quiere cambiar estampillas, éstas tienen pelusas de hilo y de lana. Ellos saben que ud. también tiene rutinas que lo habitan. Pero lo que no saben es si ud. las habita, su grado de domesticidad.
  • L.C se quedó viendo los mecanismos de la domesticidad (lo entiende como puente) pero quizás alguien se pierda entre los hilos o en el dibujo de alguna estampilla, yo ahora veo una diminuta estampa que muestra una plaza seca (sedienta) con un edificio en donde las ventanas dibujan mesurados arcos.
  • Quizás alguien tome un puente a ningún lado.

28.6.07

Producciones

A continuación se enumeran las producciones de los participantes del 1er juego
(para el orden y la numeración se ha seguido un criterio laxo)


Salvia Aguador

1. Al otro lado

Irene y yo seguimos andando tras oír el sonido metálico que producía la clave de una nueva angustia.

Ante el tiempo incontrolado decidimos andar al campo, recomenzar nuestra vida doméstica y abandonar las calles a que habíamos sido arrojados.

Irene tomada de mi brazo caminaba en silencio pensando en su tejido de la noche.

Yo no pude volver los pasos al mundo que escondían las estampillas.

Me fui quedando mustio en el camino hacia la estación. ¿Cómo tejeríamos ahora nuestros días, cómo recuperar la vida que nos había sido arrancada?

Recuerdo que Irene llevaba un vestido lleno de blondas, que afeaba su aspecto juvenil, y yo me recorría el pasillo del tren emulando al abuelo hasta llegar a la casa de provincia. Aquellos días el sol y la lluvia eran buenos compañeros de juego, pero hoy la dicha de la provincia se había perdido en la infancia, quedaba el resto de un lugar que ahora tenía el olor de lo ajeno. La casa de provincia era así: un sueño de otros, heredado. Un agradable y amplio verde en el que mis estampillas revoloteaban y las lanas de Irene empezaban a oler a brisa suave.

Me desperté en medio de la noche, algo me usurpaba de mi rito. El ruido de una llave que giraba a la izquierda, encerrándome en la habitación.

Irene también se despertó. Nos encontramos llamándonos a través de la pared que separaba nuestras habitaciones.

Irene y yo habíamos aprendido el lenguaje en clave Morse de muy chicos, pero sus puntos y rayas parecían algo más que gritos comprimidos. Sus quejidos me sonaban a los de un animal en cautiverio.

En ese momento abandoné lo que creía era una conversación entre hermanos que se hallaban inquietos. Irene nunca había perdido el aplomo, ni siquiera cuando sintió el roce de la luz ambarina sobre su rostro esa noche en que nos tomaron la casa.

Me puse a golpetear haciéndole preguntas que solo ella y yo conocíamos la respuesta mientras alcanzaba el pomo de la puerta de mi habitación para ir a la de Irene.

Los puntos y rayas que me respondía se traducían en los aullidos de una bestia. No pude llegar a la puerta. Tuve miedo.

Con la desaparición de Irene y el encierro, ahora me dedico a traducir las respuestas del otro lado. Quién sabe, a lo mejor algún día pueda llegar a hablar con él como lo hacía con Irene, y quizá lo domestique con mi lenguaje.





Tomás Muñoz Sacristán

2. Émbolos

Irene me llamó. Escuché preocupado su voz entrecortada, incoherente. Logré arrancarle el cruce de calles desde donde me llamaba, avenida Moscú con calle Vaina. Conduje la furgoneta apurando los colores de los semáforos, excitado una vez más por la voz de mi burguesa prima Irene. Mi prima Irene, con una belleza que había ido languideciendo como una fruta olvidada en un frigorífico. Su piel se fue arrugando, sus tejidos envejecían pero ella se había aferrado a la casa, a su hermano, a no tener que ganarse la vida, a no hacer nada. Las lanas.

En la cabina de teléfono no había nadie. Ni dentro ni en los alrededores. Giré un par de veces sobre mi eje, imitando un sonar o un escáner. Luego me quedé pasmado.

—¡Dios mío, gracias! ¡Han tomado la casa!

Irene se lanzó a mis brazos. Me apretó fuerte. Lloriqueó en mi oído.

—¿Qué ha pasado? Cálmate, cálmate.

Su abrazo me produjo una erección

—Javier. Javier los escuchó.

—¿Quiénes?

Irene no era capaz de hablar. La ayudé a subir a la furgoneta. Aparté trastos de su asiento y sentí vergüenza de la suciedad pero ella parecía ensimismada. Decidí conducir hasta mi local de chamarilero en el barrio 15.

Por lo que pude entender, ella y su hermano habían sido desalojados de la casa familiar por unos invasores. Se habían marchado a la carrera, sin oponer resistencia, como gases vaciados por la presión de un émbolo. Javier paró a un taxi y metió a Irene en él. Para alejarla, para salvarla, pero el taxista condujo hacia ninguna parte y luego la dejó en la avenida Moscú pensando que era una loca.

Irene nunca había entrado en mi local, mi mundo desvencijado de chatarrero. Al verla allí por primera vez, supe que no pertenecía a ese lugar, que su piel blanca no habría resistido a la grasa, al ruido, al calor. Comprendí que mi amor por ella había sido un completo espejismo. Pero igualmente estaba satisfecho porque hubiera acudido a mí.

—Si alguien viniera por aquí a buscar problemas esto es lo que encontraría.

Abrí la caja fuerte y extraje la Zumwalt automática de calibre 25. Irene se convulsionó al verla. Me metí un puñado de balas en el bolsillo.

—No —dijo—. ¿Estás loco? No pensarás volver.

—Si Javier ha vuelto a plantarles cara será mejor que vaya a ayudarle.

—Javier huyó también.

—¿Y por qué te dejó sola?

Irene bajó la mirada. La mantuvo en el suelo y por un instante pensé que se había puesto a leer alguno de los titulares de las viejas revistas allí desperdigadas. —Porque no pudo soportar seguir a mi lado siendo tan cobarde —dijo por fin, sin levantar la vista.



Jan Puig

3. Casa Tomada

(el següent relat està muntat amb paraules del text comú)


Lo recordaré siempre con claridad.

Irene y yo habíamos dejado la casa familiar (la vida doméstica) para dar vueltas por las calles de la ciudad. Estábamos habituados (vana-mente) a buscar novedadesen literatura, pero nada valioso sucedía en las librerías de Buenos Aires.

El invierno de 1939 sucedía y nosotros mirábamos las antiguas calles con tristeza, con una tristeza sin motivo. Irene se complacía con los colores de la ciudad o con una ráfaga de aire y yo me quedaba escuchando ruidos, escuchaba cualquier cosa (rumores urbanos). Dábamos vueltas por no saber a donde ir, nos acompañaban caminantes que distraían sus días mirando escaparates atiborrados de objetos.

Me acostumbré a ir con Irene por las calles, me unía a ella la rutina (el arrutinamiento) pero me separaba una textura de silencio, el mismo silencio que propone la ciudad a ciertas horas.

Deambulábamos lentamente entre edificios, entre sus humanos límites. Repetíamos las esquinas, las miradas, los olores.

Me pareció penoso ver la misma calle, el mismo (otro) sábado a la misma hora.

(Repetir la búsqueda)

-¿Repetir Buenos Aires?-, le pregunté inútilmente a Irene, justo cuando a nuestro lado un hombre hacía de estatua con una destreza que a Irene la entretenía.

Irene no dijo nada, estaba callada, miraba como los dedos del hombre-estatua señalaban dos canastillas.

Irene, aun callada, advertía que esas salidas en busca de literatura eran un motivo para no pensar, un pretexto. (Se puede vivir sin pensar).

De tanto estar yendo y viniendo Irene comenzó a toser, después de un rato y antes de que sea demasiado tarde, se detuvo de imprevisto, me miró con sus ojos color plata y dijo: “la casa guarda los secretos, allí está lo que buscamos”.

Comprendí los motivos de Irene . Entonces apreté su brazo y la hice correr conmigo. Dejamos el paseo; la ciudad quedó a nuestras espaldas.

Retornamos a casa haciendo, como todos los sábados, el mismo camino al revés.

Largas horas separaban la ciudad de la casa ancestral. La casa guardaba los secretos de nuestros bisabuelos, nuestra genealogía tallada en la puerta de roble, el rumor del abuelo en medio del zaguán con mayólica, los antiguos primos corriendo por la sala con gobelinos.

De regreso Irene recordó la botella de hespiridina del abuelo, los tejidos y las mañanitas apiladas debajo de la cómoda de alcanfor.

Yo, en cambio, pensaba en los tomos de literatura francesa guardados en la biblioteca y en la colección de estampillas de papá.

Recuerdo vagamente que el tiempo se disipó, de un momento a otro entramos en nuestra calle, una calle larga que parecía un pasillo, la Roque Sáenz Peña. Rodeé con mis brazos la cintura de Irene (creo que estaba llorando). Irene aceleraba sus pasos mientras escuchábamos el roce metálico de agujas de tejer y alguien que cantaba canciones de cuna. Miré la hora en mi reloj de pulsera justo antes de llegar a casa y ver el dibujo de un trébol en la puerta de roble y a su lado un cartel verde que decía: “Casa Tomada”.

Julián Castillo

4.

¿Los lugares, los espacios, tienen vida propia? Muchas veces pienso que así es. La vida se la dan los eventos que allí ocurren así como las cosas que los ocupan.

Un lugar como el desierto, imagen de “lo muerto”, está plagado de cosas que suceden a medida que lo van transformando lenta y constantemente, como el viento arrastrando la arena, un pequeño animal buscando un lugar más fresco bajo la tierra, un ave que pasa de largo. Muy de vez en cuando llega la lluvia y la transformación es aún más radical, aunque fugaz, apenas lo suficiente para que la vida se renueve en larguísimos ciclos.

Los lugares mas “humanos”, las casas, los edificios y las ciudades también poseen vida en sí en cuanto a los eventos que las habitan. Muchas veces hablamos de la “vida” de una calle o una plaza cuando vemos que allí suceden muchas cosas, cuando hay un movimiento incesante pero en cierta manera pausado, tranquilo y alegre. No me refiero pues a cuando ese movimiento incesante llega a convertirse en ruido y caos.

Cuán extraño me resulta un lugar conocido cuando está vacío de gente, o al menos vacío de eventos; parece como si estuviera dormido, como si fuera otro muy distinto. El “silencio” de una montaña es muy distinto al silencio de una casa abandonada. El primero resulta vivificante mientras que el segundo resulta ensordecedor. La casa ha sido hecha para ser habitada, para que allí sucedan los eventos humanos.

Pero la vida de un lugar no sólo depende de que sucedan allí cosas; también depende de qué cosas pasen. Las rutinas pueden hacernos más vivos o más muertos. Hay rutinas que lentamente nos van matando, cuando en lo que hacemos va desapareciendo la capacidad del asombro, cuando a pesar de la repetición no se genera ya nada nuevo. La vida siempre genera nuevas cosas, nuevos órdenes, nuevas situaciones a pesar de basarse en ciclos interminables y rutinarios. Las rutinas que nos hacen sentirnos más vivos son aquellas donde la sorpresa y la creatividad aún tienen cabida.

Y si nosotros morimos en vida, así también los lugares que habitamos, pues los eventos que se suceden no tienen ya capacidad regeneradora. Los eventos deberían ser siempre regeneradores. Los personajes de “Casa tomada” pareciera que hubiesen muerto hace ya mucho tiempo, alejados de la vida que pasa fuera de las paredes de su casa. Se preocupan de mantener dicha casa como aquellos que se preocupaban de mantener el cadáver embalsamado de Lenin. Así pareciera que los espacios de la casa, como las partes del cuerpo atrofiadas por la falta de uso o putrefactas por una infección progresiva, se van muriendo, van expulsando a sus habitantes. Hasta que al final no queda nada. Suerte para los personajes del cuento, ahora tendrán que enfrentarse a lo nuevo.


Leandro Da Rold

5. El titiritero

El titiritero caminaba bajo el sol intenso de la siesta, el pueblo estaba en silencio a esa hora. El hombre llevaba en su mano izquierda un manojo de varillas de madera largas y delgadas. De su hombro derecho colgaba una antigua bolsa de tela en la que llevaba sus escasas pertenencias. El hombre atravesó las calles que lo llevaban hasta el río y se dirigió hacia un desvencijado puente de madera que cruzaba hasta la otra orilla. En la mitad del puente se paró y, recostándose sobre una cuerda que servía de baranda, se asomó y miró el agua que corría un par de metros más abajo. El río era claro, se podían ver las piedras del fondo y, más allá, el hombre veía su rostro reflejado que se movía con el correr del agua.

El hombre ensayó una mueca y el río se la devolvió. Pensó en su pequeño teatro ambulante, en su títere de ojos de carbón, en la obra que iba a representar aquella tarde. Se trataba siempre de la misma historia, el mismo títere y el mismo escenario, pero la obra nunca era la misma, el público siempre era diferente. Las risas de unos niños que cruzaban el puente lo sacaron de sus pensamientos. También podrían haber sido las campanas de alguna iglesia cercana, o el sonido de un trueno, lo que interrumpiera los pensamientos de este hombre que se mira en el fondo del río. Pero dado que en un rato va a comenzar la función de títeres en la plaza, no parece pertinente utilizar el trueno como recurso, ya que en este caso nuestro hombre podría pensar que va a llover y entonces cancelaría la función. Las campanas de la iglesia serían mas inocuas en este sentido, un torreón de piedra que se divisa entre los tejados, las campanas repicando en lo alto. Pero preferimos dejar a un lado a la autodenomina santa institución. En realidad es el narrador el que prefiere, ya que no ha pedido opinión al lector, lo cual sería imposible porque nunca podríamos estar seguros de haber recopilado la opinión de todos los posibles lectores. Aún en el caso inverosímil en el cual fuera posible recabar todas estas opiniones, es inconcebible la idea de poder consensuar todas estas opiniones. Habrá, por ejemplo, quien opine que siempre es necesaria una iglesia, una guía espiritual que nos lleve por el buen camino, un representante de Dios que cuide del rebaño, a lo cual podríamos contestar que las ovejas llevan miles de años trazando caminos, y que quizás el asunto no tenga nada que ver con las ovejas. Pero en lugar de entrar en tan compleja discusión, de la cual difícilmente alguien podría salir airoso, el narrador se toma la libertad de decidir sobre sus palabras. Al menos aquí, en esta historia que cuenta, el narrador es libre. Así que volvamos a los niños que atraviesan el puente, sin truenos ni campanas. Una niña que parecía la mayor del grupo se volvió para mirar la extraña bolsa que el viajero cargaba sobre su hombro, porque para los ojos de esta niña, que no sabe nada de la acalorada discusión sobre las campanas en lo alto de la torre, ese hombre, nuestro titiritero, es un viajero que lleva cosas misteriosas de remotos lugares en su bolsa polvorienta. Como veremos en breve, la visión de la niña es más acertada que la nuestra. La niña susurró algo en los oídos de sus amigos que rieron, y todos salieron corriendo hacia el lugar del cual habían venido. El titiritero escuchó las risas y, lejos ya de su reflejo en el río, retomó la marcha. Luego de unos minutos llegó a la plaza del pueblo. La siesta terminaba y la tarde se iba despertando lentamente. El hombre se dirigió hacia una esquina de la plaza en la cual había una isla de hierba verde y allí comenzó a armar el escenario de su teatro ambulante. Trabajó durante media hora armando el esqueleto de madera, ató cuerdas en los vértices y tensó la estructura. Finalmente sacó de su bolsa una enorme tela azul con la cual vistió el precario teatrillo. El hombre suspiró y se alejó unos pasos para mirar lo que había armado. Recién entonces sintió el murmullo de los vecinos del pueblo que lo miraban con curiosidad. A su alrededor se había reunido un grupo de gente que lo interrogaba con la mirada. El titiritero escondió sus cosas detrás de la tela, anunció el comienzo de la función, y desapareció detrás del escenario. Los espectadores se acomodaron en la hierba, se abrieron las cortinas del teatrillo y empezó la función. En la escena apareció una mujer con un antiguo vestido de colores. Era una marioneta de madera que el titiritero manejaba con suma habilidad a través de unos hilos invisibles. La mujer caminó lentamente por el escenario con la cabeza gacha. Fue y volvió desde un extremo hasta el otro, se detuvo y miró a la gente que la observaba con atención. La mujer habló con voz pausada y contó la siguiente historia. Hacen muchos años, en un pueblo muy lejano, vivían un hombre y una mujer. Como ocurre con las mujeres y los hombres de todos los pueblos, estos dos de los que hablo, además de habitar la misma tierra dormían en el mismo lecho. En aquella época tan remota, la palabra todavía no había sido creada, y por eso la mujer y el hombre no se hablaban. Aunque ellos no lo sabían, aquel lecho viejo y rústico en el que dormían, guardaba entre las hebras del colchón y las de las mantas todo lo que ellos compartían, los murmullos y susurros nocturnos, los temores y alegrías, las lágrimas, los deseos, los gemidos, el peso de los cuerpos, la soledad de cada uno, el sabor de los besos, la ansiedad ante el abismo del otro cuerpo, el vértigo de las caídas en el vacío, el blando aterrizaje de las hojas secas, la puesta de sol, los abrazos que mitigan el frío. Muy poca conciencia tenían esta mujer y este hombre de todo lo que aquel lecho acumulaba día tras día y noche tras noche, porque no tenían verbos para contarlo. Así pasaron los años, hasta que un día las palabras llegaron a aquel lejano pueblo.

En la mañana de aquel día las cosas y los seres que habitaban aquella tierra comenzaron a ser nombrados. A este hombre y a esta mujer los llamaron Facundo y Aurelia, a sus vecinos los llamaron Roberta, Julián, Pedro y Mariana, a los de más allá les dijeron curtidores, a los que vivían del otro lado los designaron alfareros. A Aurelia la llamaron labradora y a su herramienta arado, a Facundo lo llamaron carpintero. Lentamente todos y cada uno fueron habitados por las palabras. A partir de ese día la vida en el pueblo cambió. Las personas de aquel lugar dejaron de ser simples personas y se transformaron en mujeres y hombres con nombres y apellidos, tenían títulos y oficios que podían ser pronunciados con claridad y entendidos por cualquier otro. La historia, dijo la mujer marioneta que vestía el antiguo vestido de colores, se podría terminar acá, pero, como ya dijo el narrador de este cuento, soy dueña de mis palabras y voy a contarles lo que ocurrió luego. Estaban una noche Facundo y Aurelia acostados en su lecho. Aurelia estaba pensativa, una sombra extraña velaba el brillo de sus ojos negros como el carbón. La mujer dudó durante largos minutos y finalmente le dijo a Facundo, ¿te has dado cuenta de cuán sabios fueron los que crearon las palabras? Facundo la miró asombrado y Aurelia continuó, ¿cómo sabían los nombres de las cosas?, ¿cómo sabían que un árbol es un árbol y que sus hojas son verdes?, ¿como sabían qué palabras usar? Facundo la miró extrañado y no contestó. Aurelia llevaba muchos días y muchas noches pensando aquello, pero no sabía cómo explicar lo que pensaba.

La noche siguiente, Aurelia volvió a hablar a Facundo sobre aquellos pensamientos que tanto la intrigaban, y esta vez le dijo, ¿Facundo, cómo sabían aquellos que todo lo nombraron que yo era Aurelia y que tú eras Facundo? Facundo la miró nuevamente con mucho asombro, pero no contestó nada. Finalmente los dos se durmieron. La tercera noche Aurelia se acercó a su hombre, lo tomó de la mano y le dijo, Facundo, yo también quiero poder nombrar las cosas, yo también quiero poder elegir las palabras, yo también quiero tener el poder de designar. La mujer sintió el cambio en el ritmo de la respiración de Facundo, también sintió la presión de la mano de Facundo que apretaba sus dedos hasta hacerle doler. Pero el hombre no habló. Al otro día por la mañana Facundo se despertó y buscó a tientas el calor del cuerpo de Aurelia, pero ella no estaba. Extrañado se levantó y fue hasta el fogón. Allí había un jarro con té que todavía conservaba un poco de calor, señal de que Aurelia salió hace poco, pensó. Facundo esperó intrigado. Luego de un rato escuchó el vocerío y abrió la puerta para ver que ocurría. Mientras lo hacía recordó las palabras que le había dicho Aurelia la noche anterior. Lleno de temor el hombro corrió por el camino que salía de su casa, orientándose por el ruido de las voces airadas que llegaban hasta sus oídos. La plaza del pueblo estaba llena de gente, los que lo veían llegar se apartaban de él. Facundo se abrió paso hasta llegar al centro del tumulto y vio a Aurelia, tenía las manos atadas y estaba amordazada, sus ojos eran una ventana hacia el abismo. En aquel momento un grupo de hombres armados se abalanzó sobre él y lo amarró violentamente. En pocos minutos los vecinos que estaban en la plaza improvisaron una horca y levantaron a Aurelia para que todos pudieran verla. Colocaron el lazo en el cuello de Aurelia y la dejaron caer. El cuerpo se sacudió con violencia durante unos instantes y finalmente dejó de moverse. Luego la multitud corrió hasta la casa de Aurelia y Facundo y la incendió. El techo y las pocas cosas que había dentro ardieron con rapidez, Facundo alcanzó a ver como se incendiaba el viejo lecho de paja y lana. Luego el hombre fue desterrado y sus nombres fueron prohibidos. En ese momento la mujer de madera movida por los hilos invisible hizo una pausa. Miró atentamente a las personas que asistían a la función y continuó. El hombre vagó inconciente durante mucho tiempo, pero poco a poco fue recobrando la conciencia y la memoria. Con la memoria llegaron las palabras de Aurelia. Entonces el hombre se llamó a sí mismo Facundo y talló un marioneta de madera. Con paja le hizo el pelo y con dos pedazos de carbón los ojos. Luego construyó un pequeño escenario que podía armarse y desarmarse con facilidad. Cuando todo esto estuvo terminado, Facundo cargó su pequeño teatro ambulante y su títere de madera y marchó de pueblo en pueblo, contando la historia de un hombre y una mujer que, además de habitar la misma tierra, compartían un viejo lecho de lana y paja.



Silvina Juri

6. La casa de quién

El “palo borracho (1)” es un árbol que verdaderamente me gusta, cada vez que veo uno de ellos me detengo a observarlo. Me pregunto por qué me atrae tanto y no así un esbelto y sutil álamo?, quizá porque el palo borracho es opuesto a mi, su contextura es ancha, curvota, protuberante, pero pensándolo bien, creo que lo que más admiro de él es su estado de guardia, pues se mantiene alerta a cualquier adversidad protegiéndose con estéticas espinas que parecieran adornarlo más que protegerlo, empero la función fuera esa.

Había pasado cierto tiempo y aún me encontraba allí, contemplándolo (mezcla de admiración y de envidia) cuando como un flash en una de sus ramas descubrí algo, ese algo era una construcción magnifica, la cual –también- me maravilla: un hornero (2).

A modo de zoom pensé: acá me encuentro contemplando un árbol que por sus condiciones me atrae y que además dentro de él se halla algo que también me cautiva, en donde vive alguien (algo) que me encanta (por la encantación que me produce). Decidí entonces saber quién habitaba esa diminuta casa.

Me pregunté: ¿No es curioso que un hornero haya decidido hacer su casa en un palo borracho?

Me respondí: Pues sí, pero ahí está…

Allí se encontraba la casa del hornero con su armoniosa, pacífica y oriental arquitectura hecha de barro.

Me pregunté: ¿fue el hombre quien imitó la casa del hornero al construirse sus hornos de barro o fue el hornero quien imitó el horno del hombre?

Me respondí: no lo sé, pero son idénticos

También me pregunté cuánto tiempo habría tardado el hornero en edificarla…Un verdadero artesano de la construcción (como pocos ya), con sus materiales autóctonos, la tierra, la paja, el agua y una dedicación absoluta, lograr tal hogar, protegido de cualquier adversidad…” (dad, dad, dadá)

Me quedé aún más tiempo. Del ave que debiera habitar la casa no había rastro alguno, no salía, tampoco entraba...lo esperaré, me dije...así fue que comenzó a caer la tarde sin que yo despegara los ojos de la casa, pero no sucedió movimiento alguno, quizá duerma, pensé, me dispondré a volver mañana.

Al día siguiente me puse en guardia y allá me instalé, ahora estaba preparada puesto que llevaba mi equipo de mate. Pasó el tiempo, pude notarlo porque en medio de la calma, repentinamente, me vi rodeada de niños que salían de una escuela cercana, también noté que disminuían sus voces y sus pasos al alejarse del sitio, poco a poco se recuperó el silencio y el agua del termo se acababa... en el mismo instante en que introducía la bombilla a mi boca para tomar el último mate apareció un pájaro que se detuvo en la puerta de la casa del hornero, su postura parecía advertirme que me retirara inmediatamente. Pude observar que no era un hornero (desde pequeña mi padre me lo hizo diferenciar de otras aves). No pude reconocer la especie del ave pero de lo que sí tengo la convicción es que “un hornero no era”.

(Bueno lector/ra te cuento que hasta donde acabás de leer conté literalmente lo sucedido, sin metaficcionar ni tan sólo una coma)

Cuando me disponía a prepararme, para irme, una voz de niño me preguntó: ¿a quién estás esperando?, ¡hace un montón que estás sentada en el cordón de “mi” vereda!, le dije que quería saber quién vivía en la casita de barro (y también le advertí que la vereda es “pública”)

-ah! La casa del hornero?, yo vi cuando el pajarito la hacia, trabajó un montón, subía y bajaba como loco.

Se rió y continuó:

-Lo que pasa es que ahora el pajarito que hizo esa casita ya no vive más ahí, ahora vive otro.

El niño acababa de confirmar mi supuesto. El ave que ahora habitaba había tomado la casa del hornero. Sentí una especie de ira y me pregunté a dónde estará construyendo su otra casa el hornero?, ¿aunque quizá la haya abandonado? Pero… por qué hacerlo?, ¿o acaso la construyó por encargo?, confieso que por mi cabeza pasaron varios supuestos, pero el que apoderó mi pensamiento fue que ese pájaro orondo que ahora vivía allí, había sacado violentamente al pobre hornero, puesto que el ave desconocida es más corpulenta y grande, por lo tanto más poderosa (físicamente hablando)

Debo reconocer que me invadió una especie de maldad infantil (aunque suene paradójico, no lo es, los niños son perversos). Sabía que estaba yendo en contra de la natura, sabía que no estaba bien pensar en eso... pero Mr Hyde afloró en mí.

Fue así como le propuse a Federico (así se llamaba el niño) tomar la casa del hornero, que ahora no era del hornero, para que pasara a ser la casa de un caracol.

La idea le gustó así es que, a punto de que Fede se dispusiera a trepar el palo borracho, le pedí que posara:


-Será la casa de Tolen!, el caracol de doña Irene!, repuso Federico.

Llevamos la casa de barro al jardín, allí estaba Tolen.

A un ritmo plácido el caracol estudió el nuevo objeto que ahora se encontraba (puesto) allí.

( ....... )

Pasó un tiempo y con Federica (mi hija) visitamos el lugar. El jardín de doña Irene estaba intacto aunque ella y su hermano ya no vivían en esa casa, no sabemos quién mantenía las plantas pero se conservaban frondosas y cuidadas.


-Hoy el caracol Tolen tiene dos casas: la propia, su iglú, en la cual se sabe seguro al caminar puesto que lo acompaña donde quiera que vaya, y la otra, la construida por el hornero, ésa es su casa de juguete.

-Hoy el hornero guarda los secretos del pasado, de su origen, de su fertilidad y de un presente que lo desconcierta.

(1) Nombre científico: Chorisia Speciosa

(2) Nombre científico: Furnarius rufus



Marcel Bofill

7. Collage






Natalia Franco

8. Fotografía









Diego De Souza

9. Poesía visual

, nue pesy laincia.Nos habitsIryella, lo ra una ene saaza . Hacdonídestejamosa por la a las sieultaete, la a Almorpor dea conaalsueloparaenrconelrillos;omejorosotrosantesdy anequefuesedemladecharíaninasiadordeIreneeraunachica pta y seir por un p hura hecho sin escándaloasillo máslibrers ypreguntarnac dabaida para no izquierdacanastillas en el suismelo de s aya no quada Ine sin el toestá termado repetirlodelacayde Ireoranede abperajode ladeoletas iquecersestrosodaadrfuera de unos mos la v nitach oltearíamosjusticieramenteUnoedereleerunlibro, o cupañando un pull-overjustamente No sé pormitoy aiba aile mañas y alecosque a persitajosstiravitalamásvenenea resba grata mí se antes ocho den los mátirarmoles ciudretiradadlipia, pero parte de clarasmegujnte que erala limpiezn ro ccasa y la bieelocura ps yo mbos de las levabaescuché alretexgo esp terdeigua dmsita de nue tres quertedaban parte más a vo ponía calla plaos, aas da es de la ca que habormapagabporque y tenacigo uamome interesa no se puearavide vida, todobos los ividad ma pua de rle y más allá emcocinpezaba tinal se pa antes de la saba el resto del so o no fá de su dorio. rqué tejía tanto, yo creo que las pto paivra no hacer nadatejía cos siempre lo ía en un momento as porarentaque algo no le agba; era groso ver en la canmprarastilla el mteadontón de lana ea resciunscias inistaríiénderose a pr su fa de algidacióunas hepos. Los s iba y Nosmo allí o al centradaro a cole lana; enmieo de las oasnce yeol dejonaba a Irene lasdrí Pña. mllosa y a mí la distrib o pemursonas ución día tej abíamoMuy pocas a ente la llcuando han eniendo en el couern su tenanfía fe mer reeníaterrarillaeno y lossolos en es tejen contrado en esa labañbor el gran me rió Ma Estherpodían vir ochsinestorbarsemediodía, a, lenos cu añguos cómpacioda de alcor llenoUn el y; ndo por el p uta estismaba abasillo se franqueaCu uea a sala lioeca en la pte más reda, la qu con gob vuela ysesusp momentodespuésse e los endeenelaire elinos, la bibe mira hacia RoSole un sta pquarte del ala delantera ddehabí tiré a un o, la cocinarta estaba abando la py al baño. ertaadvuelos en nuesCasa ttra ca lar,sa. algdía,vagouivs y esqosprimujos se quedaríanueasrta del pasillo. HanTomejidadomin susráfaga se los carpetas de mé da trab bliote cómo se junta apenas para rmaileajo sacrócoarlo bieEl comrdarsalvo parahcocinacer la Taién lo oí, al mo el fondo a el sonido. A Iren enfrentar la entornada puerta de rob con del mte le diumañaneje a Iree:Asentí.- cuando tornmos le, y daba la vuelta al cest. ojos aba todeo que l a la a cuandoe binciosel nuestro, simple , daba lamane.ra con plumero, ,un ueblesyn los pianosordaré siem con clard porque fue simy sin útiles. Irne ejiendo en su drio, eran las e la se me ocurrió per al fuego la pdel mate Foauihsta el aba a llo hansta en el co cocina; tal vez en mor o da edado del otro salvo las , y parte del fondocaer el teji as antiguas suen a liqundo apa.rte de (hoy que las casde sus matlateriales) gucobertor hacer pos cina o t gusardaba los secretos de nuestros bislos, el ab el cue,naño porq sillo le ue el rpo; felizms quedamos ca. El so almoraueesa voz deos las estaedabtua o o s pque tencocinaorría pCuae que iba has Agusar tina cadosPuelo paternoFui a la coci.rato después era yo el ave estaba puesta de nu antes de la a, y cuand pesilloro miún bruhí el sileestun, ca la pavit hasta la . Nouerta. M llueramó la atención Ennejemces -mí me gus ese chalecolo qu ido al pata idmían dendo vio qu en la casa, a pa mimo donde em ro.e traía desde ctraon la ptota antes de que fuera dem tarde, la ceé del álbu. Lta de nido veno ve de vueltalima a ymacra do en la la co Nos mía imlatos er que mitorios al uno en sus cosen reanu el Es al lado nuest tá ero ba- eo que ella drem puls Rodeé con mi braten crzo era, vi ras oían las on mo me qua el noc ce dar su as, re ay la hi pezaba el codo ca ce corr ban hasta el canc lástarima, cerpobr quier coseura de Irene (yo ear ens a pa llo r Nualioestros torios el creo ha oj de la rando) y sos a la c lla nadavso alle. Anterasse que a. la cint horaes de alejarnsaos tu hebve d algú Cohe iré bien la puerta de entr de qué pios al vez en el bacio hacer ada y timuré . No fun ablo se le o iera nos y lascurriera ro jas de tejer, un crujbar y se met esa la ca totarnos le dijada. Ju Coz e a Iren bamadjo. preciso y sordo, alfombra o un de onversacióndel pasilás deso De nto hacían caer el taba la csia lasa pocasrque la a se y a ma luz, hasábamsta oco del pa riríamosestro lado y además coenomo en endientes sinnoche y de repente edaqábadosuellas piezas de agua. Dvedades n lisde la pu s que llegárerta deoí el ruiNs a commentprornos. Entos eno macumbyor chaotivo los co tetmi heura fra. Dee 19 no a la ; no tuvaciosae voregab on ellasNo ba b mos gos la meabases llEgasa la plata de n la inexpresadaLos pries as haos dejdo e la parte toa ms coñosas que queríamos. M lis de litvantándoa fraa, por plo, estae peó en una blla de Hesa de murochos as. Con FRECuencia (peesto solae sucelldió los prambiimeros días) cerrábamos de las cómediodas y encolenténtré nas, trtas pa l invino, mdias pamí, para ea. A veces te un chco y deés ntuaciza pua de role aislaIrene dorios ganes miráos con tristza.-No Y e.ra un cosa ms de to lo que hs perdido al oo en ast. Irenep sca vino a mi una meretpregutar a Irne peramnoso ge apondo rtan tábacho, cada -Fte este que viese el mé de aln sello de n y Mamos bien, iblicia. e prento nces y pocos a n que a ve avanzasiemcuepre pualesmnos díagú aln caj por eso que de nhe ón patarara m el mpíjaEupela ces . nos quan to Irene extrañ peo unonoche sieñaas dos la b apdinotensoaArgenero mpocgrandes sacudones edamos en el aatodoeríaensarzbaalinabue do de la casa.Pe tén tuvi39mosLalimse siifótanqueaunlee tamo, a bastaba con la modesa en el dorito de Ire y s fues de coa fiam.Ire esta cotenordta pore más tieo . Yoanba un rdido a cao a poco empueezábamsa de los lib pu que s miseme ha ocrido. ¿No dun dib de trél?Un que ae los ros, pero por no afligir a rmana me eviar ón de estme sirvió tieo. Nos divelmédy. Esoteca. que tanto la . Yo sent Irene sba en altque sueescuaños consi asa. De renía eran los rticos, el roce metálmacizun cuadrito empezen se oía nada.ía mi pipa de eguán. Ahonebrouan vivir sin pe ñchando srun idos,notandoar.(Cuandmente.rdépara no y creo que Iro tejerabAparte de eso de loza y vidrioocinútilnsar. epdeabatíanenestlostalladoenlaparecióoleccileponíaen

umodoméstajas.piezampltvantándosahogado sus entonceso de la , uos y frentesinsomnioscosarertbburntourmitoreerarmro ina y el bo, que , noníams poos a alta o Iretarnos. Yo crne cantaba canciones de cuna. Euna mauins yo me desvelaba iado ruido s para que otros sonidos irranen a. parmaa no melloleseo que era, cdcocina hay deo Ire aba a soultañar voz, mumpe desv res ico de las cho, era a. En la coc ojos de papel para porque pasi ensde d pumaerta de rob ías nos elaba en segbauida)Egujas od eeste l a vz enseguida. NuIrennca pude ne en inviecastabaveces perm, voz que viene se los sarduos y n repetir lo mismrnoal living,.en el ño, o en ario de nobacheIrene decuzaíabrazos crdos os que vivir en este mos, no dab decía ado de la le, en la co enalto cina y rigaban an las onc hab qce mil pes iIre e y ya estáb adoYoceba el te c amos de . Irene se acospapagaytumbró a ir coeñnmigo a la cmientras yo prepar labor. Me acu aba do sin de : los en el ar te mirocina y ay en y se decidió esto: el uda tardó un raato rmitorio. Y cómpoco peodo. A vec sierismpre ressa molmiresto es rme a preparmuear el alrzo. Lo pso nos los ovillos ham filatélicobamos n lo puueresto. Meaco de Dejódijo rec Irengé -No ogi aband atardecer y po c nuertaberse a co jía cinar. Ahosiquofundiera. Aprunteté el br colgmacosaba dce las mae ah. y con azo de Irenra nos onar los dor endo las as dlao. jemtrplo on mucho cuid co pero N tie mos e mpo de traer alger -jo e. El tejiduna cosaían e, lado, soltó el teji arlo.-¿Tuv y m un cecsehalo g; a edia por iste? -le pr voz má crí el gn cerenrojo pamáras so de, po s.uno entraba onn almoar pndo en la cdiasa pra y snciosay ómo nos recspr qué. Cajónbhazódolancas, verníades,lila. Esteerrran connorafta, adas s erzo, , nidoada. ella Ie que e e pararacomcasi sienper fríos .Nosauevlegramo itíamos los dor erdo que teesgargatá aquí.arde mi do m y se el ple itorios ába tuarmea ra másne bi ro dormi le, berlo dihabl nta. ten el li aldas ving de nochad par emado emán que veladorhabacualaenla ca.Nolaasmos rspesenirar, toer, prtíaucimos l por mio onmigo hta la ptacancel, sinaás. Ledosrus se a espnuestraese escuc s. Cé de ungoíanl o sos pe la canel y -Han tosta te



liourjz

aocrta

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Visualidad Poética, Materialidad Literaria.

hilando y tejiendo una frase “comprensible”, con suerte y trabajo un texto, para construir una imagen, nueva,

nueva? se decodifica en nuevas frases y palabras que conducen a nuevas maneras de seguir hilando, construyendo y destruyendo con feliz impunidad.


Un perro que se muerde la cola. Basilisco= “imposible” animal que se devora a si mismo.

Posible perro que se reinventa en su propia digestión.



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