A continuación se enumeran las producciones de los participantes del 1er juego
(para el orden y la numeración se ha seguido un criterio laxo)
Salvia Aguador
1. Al otro lado
Irene y yo seguimos andando tras oír el sonido metálico que producía la clave de una nueva angustia.
Ante el tiempo incontrolado decidimos andar al campo, recomenzar nuestra vida doméstica y abandonar las calles a que habíamos sido arrojados.
Irene tomada de mi brazo caminaba en silencio pensando en su tejido de la noche.
Yo no pude volver los pasos al mundo que escondían las estampillas.
Me fui quedando mustio en el camino hacia la estación. ¿Cómo tejeríamos ahora nuestros días, cómo recuperar la vida que nos había sido arrancada?
Recuerdo que Irene llevaba un vestido lleno de blondas, que afeaba su aspecto juvenil, y yo me recorría el pasillo del tren emulando al abuelo hasta llegar a la casa de provincia. Aquellos días el sol y la lluvia eran buenos compañeros de juego, pero hoy la dicha de la provincia se había perdido en la infancia, quedaba el resto de un lugar que ahora tenía el olor de lo ajeno. La casa de provincia era así: un sueño de otros, heredado. Un agradable y amplio verde en el que mis estampillas revoloteaban y las lanas de Irene empezaban a oler a brisa suave.
Me desperté en medio de la noche, algo me usurpaba de mi rito. El ruido de una llave que giraba a la izquierda, encerrándome en la habitación.
Irene también se despertó. Nos encontramos llamándonos a través de la pared que separaba nuestras habitaciones.
Irene y yo habíamos aprendido el lenguaje en clave Morse de muy chicos, pero sus puntos y rayas parecían algo más que gritos comprimidos. Sus quejidos me sonaban a los de un animal en cautiverio.
En ese momento abandoné lo que creía era una conversación entre hermanos que se hallaban inquietos. Irene nunca había perdido el aplomo, ni siquiera cuando sintió el roce de la luz ambarina sobre su rostro esa noche en que nos tomaron la casa.
Me puse a golpetear haciéndole preguntas que solo ella y yo conocíamos la respuesta mientras alcanzaba el pomo de la puerta de mi habitación para ir a la de Irene.
Los puntos y rayas que me respondía se traducían en los aullidos de una bestia. No pude llegar a la puerta. Tuve miedo.
Con la desaparición de Irene y el encierro, ahora me dedico a traducir las respuestas del otro lado. Quién sabe, a lo mejor algún día pueda llegar a hablar con él como lo hacía con Irene, y quizá lo domestique con mi lenguaje.
Irene me llamó. Escuché preocupado su voz entrecortada, incoherente. Logré arrancarle el cruce de calles desde donde me llamaba, avenida Moscú con calle Vaina. Conduje la furgoneta apurando los colores de los semáforos, excitado una vez más por la voz de mi burguesa prima Irene. Mi prima Irene, con una belleza que había ido languideciendo como una fruta olvidada en un frigorífico. Su piel se fue arrugando, sus tejidos envejecían pero ella se había aferrado a la casa, a su hermano, a no tener que ganarse la vida, a no hacer nada. Las lanas.
En la cabina de teléfono no había nadie. Ni dentro ni en los alrededores. Giré un par de veces sobre mi eje, imitando un sonar o un escáner. Luego me quedé pasmado.
—¡Dios mío, gracias! ¡Han tomado la casa!
Irene se lanzó a mis brazos. Me apretó fuerte. Lloriqueó en mi oído.
—¿Qué ha pasado? Cálmate, cálmate.
Su abrazo me produjo una erección
—Javier. Javier los escuchó.
—¿Quiénes?
Irene no era capaz de hablar. La ayudé a subir a la furgoneta. Aparté trastos de su asiento y sentí vergüenza de la suciedad pero ella parecía ensimismada. Decidí conducir hasta mi local de chamarilero en el barrio 15.
Por lo que pude entender, ella y su hermano habían sido desalojados de la casa familiar por unos invasores. Se habían marchado a la carrera, sin oponer resistencia, como gases vaciados por la presión de un émbolo. Javier paró a un taxi y metió a Irene en él. Para alejarla, para salvarla, pero el taxista condujo hacia ninguna parte y luego la dejó en la avenida Moscú pensando que era una loca.
Irene nunca había entrado en mi local, mi mundo desvencijado de chatarrero. Al verla allí por primera vez, supe que no pertenecía a ese lugar, que su piel blanca no habría resistido a la grasa, al ruido, al calor. Comprendí que mi amor por ella había sido un completo espejismo. Pero igualmente estaba satisfecho porque hubiera acudido a mí.
—Si alguien viniera por aquí a buscar problemas esto es lo que encontraría.
Abrí la caja fuerte y extraje
—No —dijo—. ¿Estás loco? No pensarás volver.
—Si Javier ha vuelto a plantarles cara será mejor que vaya a ayudarle.
—Javier huyó también.
—¿Y por qué te dejó sola?
Irene bajó la mirada. La mantuvo en el suelo y por un instante pensé que se había puesto a leer alguno de los titulares de las viejas revistas allí desperdigadas. —Porque no pudo soportar seguir a mi lado siendo tan cobarde —dijo por fin, sin levantar la vista.
Jan Puig
3. Casa Tomada
Lo recordaré siempre con claridad.
¿Los lugares, los espacios, tienen vida propia? Muchas veces pienso que así es. La vida se la dan los eventos que allí ocurren así como las cosas que los ocupan.
Un lugar como el desierto, imagen de “lo muerto”, está plagado de cosas que suceden a medida que lo van transformando lenta y constantemente, como el viento arrastrando la arena, un pequeño animal buscando un lugar más fresco bajo la tierra, un ave que pasa de largo. Muy de vez en cuando llega la lluvia y la transformación es aún más radical, aunque fugaz, apenas lo suficiente para que la vida se renueve en larguísimos ciclos.
Los lugares mas “humanos”, las casas, los edificios y las ciudades también poseen vida en sí en cuanto a los eventos que las habitan. Muchas veces hablamos de la “vida” de una calle o una plaza cuando vemos que allí suceden muchas cosas, cuando hay un movimiento incesante pero en cierta manera pausado, tranquilo y alegre. No me refiero pues a cuando ese movimiento incesante llega a convertirse en ruido y caos.
Cuán extraño me resulta un lugar conocido cuando está vacío de gente, o al menos vacío de eventos; parece como si estuviera dormido, como si fuera otro muy distinto. El “silencio” de una montaña es muy distinto al silencio de una casa abandonada. El primero resulta vivificante mientras que el segundo resulta ensordecedor. La casa ha sido hecha para ser habitada, para que allí sucedan los eventos humanos.
Pero la vida de un lugar no sólo depende de que sucedan allí cosas; también depende de qué cosas pasen. Las rutinas pueden hacernos más vivos o más muertos. Hay rutinas que lentamente nos van matando, cuando en lo que hacemos va desapareciendo la capacidad del asombro, cuando a pesar de la repetición no se genera ya nada nuevo. La vida siempre genera nuevas cosas, nuevos órdenes, nuevas situaciones a pesar de basarse en ciclos interminables y rutinarios. Las rutinas que nos hacen sentirnos más vivos son aquellas donde la sorpresa y la creatividad aún tienen cabida.
Y si nosotros morimos en vida, así también los lugares que habitamos, pues los eventos que se suceden no tienen ya capacidad regeneradora. Los eventos deberían ser siempre regeneradores. Los personajes de “Casa tomada” pareciera que hubiesen muerto hace ya mucho tiempo, alejados de la vida que pasa fuera de las paredes de su casa. Se preocupan de mantener dicha casa como aquellos que se preocupaban de mantener el cadáver embalsamado de Lenin. Así pareciera que los espacios de la casa, como las partes del cuerpo atrofiadas por la falta de uso o putrefactas por una infección progresiva, se van muriendo, van expulsando a sus habitantes. Hasta que al final no queda nada. Suerte para los personajes del cuento, ahora tendrán que enfrentarse a lo nuevo.
5. El titiritero
El titiritero caminaba bajo el sol intenso de la siesta, el pueblo estaba en silencio a esa hora. El hombre llevaba en su mano izquierda un manojo de varillas de madera largas y delgadas. De su hombro derecho colgaba una antigua bolsa de tela en la que llevaba sus escasas pertenencias. El hombre atravesó las calles que lo llevaban hasta el río y se dirigió hacia un desvencijado puente de madera que cruzaba hasta la otra orilla. En la mitad del puente se paró y, recostándose sobre una cuerda que servía de baranda, se asomó y miró el agua que corría un par de metros más abajo. El río era claro, se podían ver las piedras del fondo y, más allá, el hombre veía su rostro reflejado que se movía con el correr del agua.
El hombre ensayó una mueca y el río se la devolvió. Pensó en su pequeño teatro ambulante, en su títere de ojos de carbón, en la obra que iba a representar aquella tarde. Se trataba siempre de la misma historia, el mismo títere y el mismo escenario, pero la obra nunca era la misma, el público siempre era diferente. Las risas de unos niños que cruzaban el puente lo sacaron de sus pensamientos. También podrían haber sido las campanas de alguna iglesia cercana, o el sonido de un trueno, lo que interrumpiera los pensamientos de este hombre que se mira en el fondo del río. Pero dado que en un rato va a comenzar la función de títeres en la plaza, no parece pertinente utilizar el trueno como recurso, ya que en este caso nuestro hombre podría pensar que va a llover y entonces cancelaría la función. Las campanas de la iglesia serían mas inocuas en este sentido, un torreón de piedra que se divisa entre los tejados, las campanas repicando en lo alto. Pero preferimos dejar a un lado a la autodenomina santa institución. En realidad es el narrador el que prefiere, ya que no ha pedido opinión al lector, lo cual sería imposible porque nunca podríamos estar seguros de haber recopilado la opinión de todos los posibles lectores. Aún en el caso inverosímil en el cual fuera posible recabar todas estas opiniones, es inconcebible la idea de poder consensuar todas estas opiniones. Habrá, por ejemplo, quien opine que siempre es necesaria una iglesia, una guía espiritual que nos lleve por el buen camino, un representante de Dios que cuide del rebaño, a lo cual podríamos contestar que las ovejas llevan miles de años trazando caminos, y que quizás el asunto no tenga nada que ver con las ovejas. Pero en lugar de entrar en tan compleja discusión, de la cual difícilmente alguien podría salir airoso, el narrador se toma la libertad de decidir sobre sus palabras. Al menos aquí, en esta historia que cuenta, el narrador es libre. Así que volvamos a los niños que atraviesan el puente, sin truenos ni campanas. Una niña que parecía la mayor del grupo se volvió para mirar la extraña bolsa que el viajero cargaba sobre su hombro, porque para los ojos de esta niña, que no sabe nada de la acalorada discusión sobre las campanas en lo alto de la torre, ese hombre, nuestro titiritero, es un viajero que lleva cosas misteriosas de remotos lugares en su bolsa polvorienta. Como veremos en breve, la visión de la niña es más acertada que la nuestra. La niña susurró algo en los oídos de sus amigos que rieron, y todos salieron corriendo hacia el lugar del cual habían venido. El titiritero escuchó las risas y, lejos ya de su reflejo en el río, retomó la marcha. Luego de unos minutos llegó a la plaza del pueblo. La siesta terminaba y la tarde se iba despertando lentamente. El hombre se dirigió hacia una esquina de la plaza en la cual había una isla de hierba verde y allí comenzó a armar el escenario de su teatro ambulante. Trabajó durante media hora armando el esqueleto de madera, ató cuerdas en los vértices y tensó la estructura. Finalmente sacó de su bolsa una enorme tela azul con la cual vistió el precario teatrillo. El hombre suspiró y se alejó unos pasos para mirar lo que había armado. Recién entonces sintió el murmullo de los vecinos del pueblo que lo miraban con curiosidad. A su alrededor se había reunido un grupo de gente que lo interrogaba con la mirada. El titiritero escondió sus cosas detrás de la tela, anunció el comienzo de la función, y desapareció detrás del escenario. Los espectadores se acomodaron en la hierba, se abrieron las cortinas del teatrillo y empezó la función. En la escena apareció una mujer con un antiguo vestido de colores. Era una marioneta de madera que el titiritero manejaba con suma habilidad a través de unos hilos invisibles. La mujer caminó lentamente por el escenario con la cabeza gacha. Fue y volvió desde un extremo hasta el otro, se detuvo y miró a la gente que la observaba con atención. La mujer habló con voz pausada y contó la siguiente historia. Hacen muchos años, en un pueblo muy lejano, vivían un hombre y una mujer. Como ocurre con las mujeres y los hombres de todos los pueblos, estos dos de los que hablo, además de habitar la misma tierra dormían en el mismo lecho. En aquella época tan remota, la palabra todavía no había sido creada, y por eso la mujer y el hombre no se hablaban. Aunque ellos no lo sabían, aquel lecho viejo y rústico en el que dormían, guardaba entre las hebras del colchón y las de las mantas todo lo que ellos compartían, los murmullos y susurros nocturnos, los temores y alegrías, las lágrimas, los deseos, los gemidos, el peso de los cuerpos, la soledad de cada uno, el sabor de los besos, la ansiedad ante el abismo del otro cuerpo, el vértigo de las caídas en el vacío, el blando aterrizaje de las hojas secas, la puesta de sol, los abrazos que mitigan el frío. Muy poca conciencia tenían esta mujer y este hombre de todo lo que aquel lecho acumulaba día tras día y noche tras noche, porque no tenían verbos para contarlo. Así pasaron los años, hasta que un día las palabras llegaron a aquel lejano pueblo.
En la mañana de aquel día las cosas y los seres que habitaban aquella tierra comenzaron a ser nombrados. A este hombre y a esta mujer los llamaron Facundo y Aurelia, a sus vecinos los llamaron Roberta, Julián, Pedro y Mariana, a los de más allá les dijeron curtidores, a los que vivían del otro lado los designaron alfareros. A Aurelia la llamaron labradora y a su herramienta arado, a Facundo lo llamaron carpintero. Lentamente todos y cada uno fueron habitados por las palabras. A partir de ese día la vida en el pueblo cambió. Las personas de aquel lugar dejaron de ser simples personas y se transformaron en mujeres y hombres con nombres y apellidos, tenían títulos y oficios que podían ser pronunciados con claridad y entendidos por cualquier otro. La historia, dijo la mujer marioneta que vestía el antiguo vestido de colores, se podría terminar acá, pero, como ya dijo el narrador de este cuento, soy dueña de mis palabras y voy a contarles lo que ocurrió luego. Estaban una noche Facundo y Aurelia acostados en su lecho. Aurelia estaba pensativa, una sombra extraña velaba el brillo de sus ojos negros como el carbón. La mujer dudó durante largos minutos y finalmente le dijo a Facundo, ¿te has dado cuenta de cuán sabios fueron los que crearon las palabras? Facundo la miró asombrado y Aurelia continuó, ¿cómo sabían los nombres de las cosas?, ¿cómo sabían que un árbol es un árbol y que sus hojas son verdes?, ¿como sabían qué palabras usar? Facundo la miró extrañado y no contestó. Aurelia llevaba muchos días y muchas noches pensando aquello, pero no sabía cómo explicar lo que pensaba.
La noche siguiente, Aurelia volvió a hablar a Facundo sobre aquellos pensamientos que tanto la intrigaban, y esta vez le dijo, ¿Facundo, cómo sabían aquellos que todo lo nombraron que yo era Aurelia y que tú eras Facundo? Facundo la miró nuevamente con mucho asombro, pero no contestó nada. Finalmente los dos se durmieron. La tercera noche Aurelia se acercó a su hombre, lo tomó de la mano y le dijo, Facundo, yo también quiero poder nombrar las cosas, yo también quiero poder elegir las palabras, yo también quiero tener el poder de designar. La mujer sintió el cambio en el ritmo de la respiración de Facundo, también sintió la presión de la mano de Facundo que apretaba sus dedos hasta hacerle doler. Pero el hombre no habló. Al otro día por la mañana Facundo se despertó y buscó a tientas el calor del cuerpo de Aurelia, pero ella no estaba. Extrañado se levantó y fue hasta el fogón. Allí había un jarro con té que todavía conservaba un poco de calor, señal de que Aurelia salió hace poco, pensó. Facundo esperó intrigado. Luego de un rato escuchó el vocerío y abrió la puerta para ver que ocurría. Mientras lo hacía recordó las palabras que le había dicho Aurelia la noche anterior. Lleno de temor el hombro corrió por el camino que salía de su casa, orientándose por el ruido de las voces airadas que llegaban hasta sus oídos. La plaza del pueblo estaba llena de gente, los que lo veían llegar se apartaban de él. Facundo se abrió paso hasta llegar al centro del tumulto y vio a Aurelia, tenía las manos atadas y estaba amordazada, sus ojos eran una ventana hacia el abismo. En aquel momento un grupo de hombres armados se abalanzó sobre él y lo amarró violentamente. En pocos minutos los vecinos que estaban en la plaza improvisaron una horca y levantaron a Aurelia para que todos pudieran verla. Colocaron el lazo en el cuello de Aurelia y la dejaron caer. El cuerpo se sacudió con violencia durante unos instantes y finalmente dejó de moverse. Luego la multitud corrió hasta la casa de Aurelia y Facundo y la incendió. El techo y las pocas cosas que había dentro ardieron con rapidez, Facundo alcanzó a ver como se incendiaba el viejo lecho de paja y lana. Luego el hombre fue desterrado y sus nombres fueron prohibidos. En ese momento la mujer de madera movida por los hilos invisible hizo una pausa. Miró atentamente a las personas que asistían a la función y continuó. El hombre vagó inconciente durante mucho tiempo, pero poco a poco fue recobrando la conciencia y la memoria. Con la memoria llegaron las palabras de Aurelia. Entonces el hombre se llamó a sí mismo Facundo y talló un marioneta de madera. Con paja le hizo el pelo y con dos pedazos de carbón los ojos. Luego construyó un pequeño escenario que podía armarse y desarmarse con facilidad. Cuando todo esto estuvo terminado, Facundo cargó su pequeño teatro ambulante y su títere de madera y marchó de pueblo en pueblo, contando la historia de un hombre y una mujer que, además de habitar la misma tierra, compartían un viejo lecho de lana y paja.
Silvina Juri
6. La casa de quién
El “palo borracho (1)” es un árbol que verdaderamente me gusta, cada vez que veo uno de ellos me detengo a observarlo. Me pregunto por qué me atrae tanto y no así un esbelto y sutil álamo?, quizá porque el palo borracho es opuesto a mi, su contextura es ancha, curvota, protuberante, pero pensándolo bien, creo que lo que más admiro de él es su estado de guardia, pues se mantiene alerta a cualquier adversidad protegiéndose con estéticas espinas que parecieran adornarlo más que protegerlo, empero la función fuera esa.
Había pasado cierto tiempo y aún me encontraba allí, contemplándolo (mezcla de admiración y de envidia) cuando como un flash en una de sus ramas descubrí algo, ese algo era una construcción magnifica, la cual –también- me maravilla: un hornero (2).
A modo de zoom pensé: acá me encuentro contemplando un árbol que por sus condiciones me atrae y que además dentro de él se halla algo que también me cautiva, en donde vive alguien (algo) que me encanta (por la encantación que me produce). Decidí entonces saber quién habitaba esa diminuta casa.
Me pregunté: ¿No es curioso que un hornero haya decidido hacer su casa en un palo borracho?
Me respondí: Pues sí, pero ahí está…
Allí se encontraba la casa del hornero con su armoniosa, pacífica y oriental arquitectura hecha de barro.
Me pregunté: ¿fue el hombre quien imitó la casa del hornero al construirse sus hornos de barro o fue el hornero quien imitó el horno del hombre?
Me respondí: no lo sé, pero son idénticos
También me pregunté cuánto tiempo habría tardado el hornero en edificarla…Un verdadero artesano de la construcción (como pocos ya), con sus materiales autóctonos, la tierra, la paja, el agua y una dedicación absoluta, lograr tal hogar, protegido de cualquier adversidad…” (dad, dad, dadá)
Me quedé aún más tiempo. Del ave que debiera habitar la casa no había rastro alguno, no salía, tampoco entraba...lo esperaré, me dije...así fue que comenzó a caer la tarde sin que yo despegara los ojos de la casa, pero no sucedió movimiento alguno, quizá duerma, pensé, me dispondré a volver mañana.
Al día siguiente me puse en guardia y allá me instalé, ahora estaba preparada puesto que llevaba mi equipo de mate. Pasó el tiempo, pude notarlo porque en medio de la calma, repentinamente, me vi rodeada de niños que salían de una escuela cercana, también noté que disminuían sus voces y sus pasos al alejarse del sitio, poco a poco se recuperó el silencio y el agua del termo se acababa... en el mismo instante en que introducía la bombilla a mi boca para tomar el último mate apareció un pájaro que se detuvo en la puerta de la casa del hornero, su postura parecía advertirme que me retirara inmediatamente. Pude observar que no era un hornero (desde pequeña mi padre me lo hizo diferenciar de otras aves). No pude reconocer la especie del ave pero de lo que sí tengo la convicción es que “un hornero no era”.
(Bueno lector/ra te cuento que hasta donde acabás de leer conté literalmente lo sucedido, sin metaficcionar ni tan sólo una coma)
Cuando me disponía a prepararme, para irme, una voz de niño me preguntó: ¿a quién estás esperando?, ¡hace un montón que estás sentada en el cordón de “mi” vereda!, le dije que quería saber quién vivía en la casita de barro (y también le advertí que la vereda es “pública”)
-ah! La casa del hornero?, yo vi cuando el pajarito la hacia, trabajó un montón, subía y bajaba como loco.
Se rió y continuó:
-Lo que pasa es que ahora el pajarito que hizo esa casita ya no vive más ahí, ahora vive otro.
El niño acababa de confirmar mi supuesto. El ave que ahora habitaba había tomado la casa del hornero. Sentí una especie de ira y me pregunté a dónde estará construyendo su otra casa el hornero?, ¿aunque quizá la haya abandonado? Pero… por qué hacerlo?, ¿o acaso la construyó por encargo?, confieso que por mi cabeza pasaron varios supuestos, pero el que apoderó mi pensamiento fue que ese pájaro orondo que ahora vivía allí, había sacado violentamente al pobre hornero, puesto que el ave desconocida es más corpulenta y grande, por lo tanto más poderosa (físicamente hablando)
Debo reconocer que me invadió una especie de maldad infantil (aunque suene paradójico, no lo es, los niños son perversos). Sabía que estaba yendo en contra de la natura, sabía que no estaba bien pensar en eso... pero Mr Hyde afloró en mí.
Fue así como le propuse a Federico (así se llamaba el niño) tomar la casa del hornero, que ahora no era del hornero, para que pasara a ser la casa de un caracol.
La idea le gustó así es que, a punto de que Fede se dispusiera a trepar el palo borracho, le pedí que posara:
-Será la casa de Tolen!, el caracol de doña Irene!, repuso Federico.
Llevamos la casa de barro al jardín, allí estaba Tolen.
A un ritmo plácido el caracol estudió el nuevo objeto que ahora se encontraba (puesto) allí.
( ....... )
Pasó un tiempo y con Federica (mi hija) visitamos el lugar. El jardín de doña Irene estaba intacto aunque ella y su hermano ya no vivían en esa casa, no sabemos quién mantenía las plantas pero se conservaban frondosas y cuidadas.
-Hoy el caracol Tolen tiene dos casas: la propia, su iglú, en la cual se sabe seguro al caminar puesto que lo acompaña donde quiera que vaya, y la otra, la construida por el hornero, ésa es su casa de juguete.
-Hoy el hornero guarda los secretos del pasado, de su origen, de su fertilidad y de un presente que lo desconcierta.
(1) Nombre científico: Chorisia Speciosa
(2) Nombre científico: Furnarius rufus
Marcel Bofill
7. Collage
Natalia Franco
8. Fotografía
Diego De Souza
umodoméstajas.piezampltvantándosahogado sus entonceso de la , uos y frentesinsomnioscosarertbburntourmitoreerarmro ina y el bo, que , noníams poos a alta o Iretarnos. Yo crne cantaba canciones de cuna. Euna mauins yo me desvelaba iado ruido s para que otros soneñidos irranen a. parmaa no melloleseo que era, cdcocina hay deo Ire aba a soultañar voz, mumpe desv res ico de las cho, era a. En la coc ojos de papel para porque pasi ensde d pumaerta de rob ías nos elaba en segbauida)Egujas od eeste l a vz enseguida. NuIrennca pude ne en inviecastabaveces perm, voz que viene se los sarduos y n repetir lo mismrnoal living,.en el ño, o en ario de nobacheIrene decuzaíabrazos crdos os que vivir en este mos, no dab decía ado de la le, en la co enalto cina y rigaban an las onc hab qce mil pes iIre e y ya estáb adoYoceba el te c amos de . Irene se acospapagaytumbró a ir coeñnmigo a la cmientras yo prepar labor. Me acu aba do sin de : los en el ar te mirocina y ay en y se decidió esto: el uda tardó un raato rmitorio. Y cómpoco peodo. A vec sierismpre ressa molmiresto es rme a preparmuear el alrzo. Lo pso nos los ovillos ham filatélicobamos n lo puueresto. Meaco de Dejódijo rec Irengé -No ogi aband atardecer y po c nuertaberse a co jía cinar. Ahosiquofundiera. Aprunteté el br colgmacosaba dce las mae ah. y con azo de Irenra nos onar los dor endo las as dlao. jemtrplo on mucho cuid co pero N tie mos e mpo de traer alger -jo e. El tejiduna cosaían e, lado, soltó el teji arlo.-¿Tuv y m un cecsehalo g; a edia por iste? -le pr voz má crí el gn cerenrojo pamáras so de, po s.uno entraba onn almoar pndo en la cdiasa pra y snciosay ómo nos recspr qué. Cajónbhazódolancas, verníades,lila. Esteerrran connorafta, adas s erzo, , nidoada. ella Ie que e e pararacomcasi sienper fríos .Nosauevlegramo itíamos los dor erdo que teesgargatá aquí.arde mi do m y se el ple itorios ába tuarmea ra másne bi ro dormi le, berlo dihabl nta. ten el li aldas ving de nochad par emado emán que veladorhabacualaenla ca.Nolaasmos rspesenirar, toer, prtíaucimos l por mio onmigo hta la ptacancel, sinaás. Ledosrus se a espnuestraese escuc s. Cé de ungoíanl o sos pe la canel y -Han tosta te
aocrta
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hilando y tejiendo una frase “comprensible”, con suerte y trabajo un texto, para construir una imagen, nueva,
nueva? se decodifica en nuevas frases y palabras que conducen a nuevas maneras de seguir hilando, construyendo y destruyendo con feliz impunidad.
Posible perro que se reinventa en su propia digestión.
para ampliar la poesía has clic en el dibujo